Estuve hace unos días en el teatro de La Nau de la Universidad de Valencia viendo el montaje del Teatro de lo Inestable La Perrera. Aterricé en mi silla sin haber tenido ni un momento para pensar de dónde venía aquello que iba a ver. Los días laborables que tienen como colofón una representación son “rayantes” –que diría Juanjo- . Artífice, por cierto, junto a Laïla, de que estuviera yo allí, en primera fila, con los cinco sentidos a tope, dispuesto a ver el debut profesional en Valencia de su idolatrada amiga, al tiempo que actriz y francesa, Anaïs Duperrier. –¡Si no vienes te borro de mi testamento! Me dijo Juanjo a mediodía, sin el menor atisbo de ironía, así es que no tuve otra alternativa.
La obra tiene una voluntad expresa de transgresión y radicalidad que se hace evidente al poco de empezar. De los muchos materiales que conjuga, el texto es el que acaba imponiéndose a los demás convirtiéndose en el eje vertebrador de la pieza. Claro, a Jacobo Pallarés lo tenía registrado en mi caótico archivador de los autores contemporáneos valencianos jóvenes, con los cuales, a veces, se me relaciona. Bueno, el caso es que lo pasé muy bien, gracias, en buena parte, al sentido del humor y a la naturalidad con la que el grupo de actores connotaba sus interpretaciones. El no creerse en exceso lo que uno hace deja un espacio que te aleja saludablemente del dogma. En una propuesta como esta, en la que en todo momento se interpela al espectador para que cuestione y revise convicciones básicas, es de agradecer que los jugadores no pierdan nunca la conciencia del juego haciendo evidente que el teatro no es más que un experimento más para satisfacer la inagotable curiosidad de las personas. Aunque aquí me pareció advertir que además, el teatro, se usa como catalizador de ansiedades, ansiedades que atribuí (no sé si acertadamente) al hombre desnudo que permaneció la mayor parte de la obra en un rincón, al fondo de la escena, atado con una cadena a un collar de perro. Jacobo.
Anaïs, según me contaron sus amigos, sustituía a otra actriz y, como suele suceder, tuvo que prepararse el papel en tres días. Teniendo en cuenta este detalle (y sin tenerlo también) hizo un trabajo complejo e intenso con una entrega que, como director, me sobrecogió. Esa confianza casi ciega en el director hace grandes a los actores. Y yo vi enorme a esta muchacha cuya delicada belleza no le impide agarrar con fuerza las palabras para hacerlas suyas y conseguir que suenen verdaderas. Y os puedo asegurar que este ejercicio superó al de la domadora de fieras salvajes en más de una ocasión.
A la salida hablé con Juan Mandli del espectáculo que está haciendo en la Escalante con Zapater, de lo mucho que le gustó La Mujer Irreal y de que la otra chica que no era la francesa era su hija. Al decirlo él recordé que lo había pensado al verla (debe ser uno de esos conocimientos inconscientes en los que tu cabeza relaciona imágenes, situaciones y datos sin que tu te enteres) El caso es que la hija de Juan, Mar Mandli, es tan guapa y tan buena actriz como Anaïs así es que este montaje como continente de belleza y talento femenino es de lo más que he visto últimamente.
Aunque no quiero dejar de nombrar a Enrique Bataller, lo recordaba del último de la Zapico y aquí me pareció uno de esos actores paradigmáticos de la escena contemporanea tan acostumbrados a que les dejen en pelotas en escena que siempre acaban siendo capaces de encontrar la mejor manera de abrigarse.
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