Este pasado domingo 2 de diciembre estuve viendo PERRO MUERTO EN TINTORERIA de Angélica Liddell en el Centro Dramático Nassioná. La palabra perro es una de las que más me gustan de cuantas existen y tal vez por eso los títulos que la llevan incluida me atraen especialmente. Un chico que me quiere me llama perropájaro, mi perra Dadà es perra con absoluta propiedad desde el mismo día en que nació, Juan Perro es el cantante más puro y diligente de los que me gustan, además de guardar la media alma que le corresponde de Radio Futura en su pecho, Amores Perros es una peli recurrente que surge de una u otra manera en todos los viajes que hemos hecho a México… En fin, que todo lo perruno pulsa una zona de mi sensibilidad conectada a la dependencia, la fidelidad y la ternura. Esto no es que tenga conexión directa con los contenidos del montaje pero explican en cierto modo mi predisposición justo antes de que apareciera esta fiera en el escenario gritando sus contradicciones surgidas de estar representando algo supuestamente muy trasgresor y subversivo en el teatro más oficial de todos los teatros oficiales.
Ella hacia el papel del puto actor que hace de perro en el puto Centro Dramático Nacional delante del puto público al que acababa provocando con mesura, eso sí. También desafía a los que le miran y escuchan a que le peguen unos tiros de aquellos que producen la muerte. Nadie la mató, ni ese día ni todos los que precedieron a este en el que yo estuve, obviamente. Pedir en serio que te mate alguien en un escenario tiene mucha peligrosidad conceptual y muy poca de la real, pero si en algo se desenvuelve bien esta muchacha es en el manejo del lenguaje. Había muchas frases espléndidas que seguro resultarán mucho más comprensibles en la publicación del texto que imagino aparecerá antes o después. Aquí todo resultaba muy físico y muy intelectual a la vez. Esta combinación me pareció muy interesante, por infrecuente y por los contrastes que provocaba… todo el tiempo se hablaba del orden social contemporáneo y de la civilizada barbarie que lo acompaña, también se alude a la impotencia y a la violencia interior que todo ello provoca.
Es un espectáculo de tres horas del que se puede estar hablando y discutiendo durante días. Lo que más me gustó fue el contraste que supone con la programación que se está llevando a cabo en los teatros públicos valencianos, absolutamente convencional; unas veces conservadora, otras veces absurda y otras casposa tirando a rancia… Menos mal que están las salas alternativas que renuevan el aire de vez en cuando, de no ser por ellas más de cuatro hubiéramos fenecido asfixiados.
Hubo un momento genial en el que Angélica habla de una supuesta carta que un espectador le dejó en el camerino reprochándole que utilizara el teatro para su catarsis personal y otro momento más genial todavía de ruido atronador, luces deslumbrantes y suspensión de tiempo que estuvo a nada de alcanzar esa dimensión sublime a la que accedes una vez de cada cien que vas al teatro.
Este teatro en el que los actores se dejan la vida es siempre admirable.
A la salida nos enzarzamos Juan y yo en una discusión sobre la incontinencia del ego y sus consecuencias directas en la creación de un espectáculo y acabamos concluyendo que mi ego real, como mínimo, era equiparable al de Angélica Liddell y que lo único que nos diferenciaba era que yo era un acomplejado en este sentido y me reprimía constantemente en aras de una humildad, a todas luces falsa. Este chico empieza a conocerme peligrosamente…
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