Un camerino es un espacio transitorio. La sacristía. La antesala de la representación. Relucientes azulejos, espejos, perchas y algún grifo extemporáneo con su correspondiente pila. Es un sitio dependiente, sometido a otro que posee todo el valor y sin el cual carece de sentido. Se diría que es un lugar óptimo, por su naturaleza marginal, para situar una obra de teatro contemporáneo. Limbo en el que permanecemos los actores con la duda irresoluble de si al salir de allí caeremos en el cielo o en el infierno.
Me he quedado impresionado pensando en la cantidad de camerinos en los que habremos estado preparando nuestro juego de la vida. Nunca he sentido un camerino acogedor, son habitaciones en las que nadie se recrea, ni siquiera los que las diseñan y construyen. La gente de teatro no solemos darle importancia a los camerinos, hablamos poco de ellos y sin embargo se nos encoge el corazón al pensar en todo lo que hemos dejado entre sus desgastadas paredes. Quizás por todo esto resultan sutilmente inquietantes vistos a través de la cámara.
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