El teatro, como la vida, es experiencia. Asistimos al teatro con la expectativa de vivir un suceso extraordinario que nos conmueva. Buscamos una experiencia nueva e ideal que nos haga sentir de algún modo lo maravilloso de nuestra condición. Este sentimiento rara vez aparece pero con que nos haya sacudido el corazón una sola vez ya será suficiente para alimentar nuestra esperanza en que el destello nos vuelva a deslumbrar.
Un hombre que al salir a escena, sin hacer nada, con su sola presencia pulverizó todas las convenciones que pesan sobre el actor. Por arte de magia desapareció el teatro, la representación, el público… no había actor, sólo un hombre que contenía a otros miles, que dejó de ser él para ser un pueblo, una tierra, una luz, una música… Más que hablarte se metía dentro de ti.
Este milagro sucedió ante mis ojos en el Teatre Micalet, en una representación de Lamar. Creo que este togolés prodigioso, Esosa Omo, profundizó más sobre África y su gente en unos minutos que cualquiera de nosotros desde nuestra confortable poltrona exponiendo mil tesis sobre el drama de la inmigración. Emocionante, muy emocionante.
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